En Navarra hay 278 menores en situación de desprotección que han tenido que salir de la casa familiar y viven en centros residenciales, donde un equipo de profesionales les apoya en su desarrollo personal.
La red de centros residenciales del sistema de protección de la infancia es un ámbito poco conocido, invisibilizado y cubierto por cierto halo de prejuicio y desconfianza. ¿Qué habrán hecho para estar ahí? ¿Quiénes son los responsables?
En esta casi treintena de hogares funcionales o residencias viven actualmente en Navarra 278 jóvenes de 7 a 18 años, bien por desprotección familiar, o por tener un perfil conflictivo, con los cuales se suele intervenir a instancias de los padres.
Aunque estos menores están bajo la responsabilidad del Gobierno de Navarra (quien tiene su tutela o la cesión temporal de su guarda), los centros son gestionados por entidades sociales.
“Solo se reflejan los casos de problemas, de fugas… Es una parte de la sociedad poco conocida. Para las familias es un fracaso social y lo pagan los adolescentes. Hay que poner en valor la labor que se hace con ellos y la importancia que tiene”, reclama Ángel Pardo, director de Programas de Fundación Ilundain, entidad que lleva 30 años trabajando con jóvenes en situación de conflicto.
Detrás de esta compleja estructura pública hay una encomiable tarea de los trabajadores y unas problemáticas que van más allá de la negligencia parental o la rebeldía adolescente.
“La casuística es tremenda”, reconoce el responsable de la Subdirección de Familia y Menores del Gobierno de Navarra, Mikel Gurbindo. Por un lado, llegan tras situaciones de desprotección que van desde el abandono, el maltrato, el abuso sexual, la inducción a la mendicidad, a la prostitución o la explotación laboral.
Por otro lado, acoge a jóvenes con conductas “disociales”: absentismo escolar, agresividad, abuso de drogas, violencia filioparental, trastornos emocionales o que han iniciado un itinerario delictivo.
Estos hogares, denominados recursos de Acogimiento Residencial Básico (ARB), son una medida excepcional, la que se trata de evitar hasta el último extremo: separar al menor de su entorno familiar. Pero en ocasiones no hay otro remedio.
Tras un máximo de tres meses en un Centro de Observación y Acogida (COA) se decide su próximo hogar. Porque así se intenta. Que sea un hogar. Y bajo esa misma premisa, no hay verjas, ni muros, ni agentes de seguridad que impidan que entren o salgan de la vivienda.
“Procuramos que estén en espacios normalizados –explica Gurbindo–. Los menores tienen derecho a su proceso de socialización: van a la escuela, siguen en su entorno comunitario y acuden a actividades de ocio y tiempo libre”.
Las residencias Los centros distan de la tradicional idea de “reformatorio” que se puede tener de ellos. No suelen estar aislados, no hay barrotes ni cámaras de seguridad. Son viviendas absolutamente normalizadas e integradas en el ámbito comunitario.
Por supuesto, en el interior, hay peculiaridades. Espacios de recreación y de relajación para los chavales y oficinas o salas de reuniones para el personal.
Pese a su inevitable carácter residencial, estos espacios procuran transmitir la calidez propia de un hogar. Cuadros motivacionales, tableros con el horario de la semana, buzones de sugerencias, murales con fotos y aficiones, sus cuartos decorados. Es su casa, o al menos, eso se pretende.
“Intentamos que sea un hogar, que se sientan como en una casa y formen parte de ella”, aspira Cristina Romera, coordinadora de unos de los recursos residenciales de Navarra Sin Fronteras, quien opina que “se tienen unas ideas totalmente distorsionadas de como son los centros, se ha quedado esa imagen de cómo eran antes los reformatorios”.
El día a día es ajetreado: clases, talleres de manualidades, de cocina, salidas de ocio, deporte, tutorías individualizadas, sesiones con las educadoras y asambleas en las que comparten sus propuestas. Se les enseña a gestionar sus emociones, a convivir con otras personas, respetar las normas y aceptar límites.
Asimismo, se procura que adquieran hábitos de limpieza y orden, que sepan realizar los quehaceres de una casa y administrar su economía. En definitiva, lograr que en un futuro puedan desenvolverse con autonomía si la vuelta a casa no es posible.
Las fugas Así como en el imaginario social uno recrea saltos y argucias para salir sin ser visto, sencillamente no volver después de las horas de clase o llegar tarde un viernes por la noche ya conlleva un protocolo de seguridad que califica el hecho como una fuga. Tan simple, tan complicado.
El procedimiento que tiene establecido la Policía Foral es que los centros trasladen toda la información de la fuga a su Centro de Coordinación. Desde ahí se comunica a las patrullas operativas. Los responsables del centro avisan a la familia e interponen una denuncia formal por la ausencia de ese menor. Esta llega a todos los cuerpos de policía de Navarra y se pone un señalamiento en una base de datos nacional y a nivel europeo.
En una semana, calcula Eduardo Sainz de Murieta, jefe de Investigación de la Policía Foral, suele haber entre seis y diez episodios de fuga. Según datos facilitados por este cuerpo policial, solo de los COA hubo 276 denuncias interpuestas por fugas de menores en 2018, además de otras 48 de domicilios particulares (de los padres o de alguna de las entidades).
“La mayor parte se localizan en muy breve espacio de tiempo, en dos o tres días como máximo”, estima el jefe de investigación. Generalmente permanecen en Pamplona y Comarca, en bajeras de conocidos o en casas de amigos.
Puntualmente se han dado casos de jóvenes que han salido de la Comunidad Foral o del país, pero la dinámica habitual es que en unos cuatro días regresen al centro, les avisen para que les vayan a buscar o se presenten en dependencias policiales.
P. ha sufrido las constantes fugas de su hijo de 15 años de su casa y de varios de estos centros. Ella, junto a otras tres madres que viven una situación similar, piden a las autoridades que, para evitar que se escapen, el régimen de los centros sea más estricto y que haya más seguimiento y atención por parte de la Policía Foral: “Sientes que no se preocupan, que no hacen nada. Unas veces actúan y otras no. Es muy angustioso para una madre no saber dónde está tu hijo. Piensas lo peor”, dice P. cuyo hijo llegó a pasar más de 20 días fugado hace unas semanas: “Ves que va en una espiral… que no. Yo solo quiero que le ayuden”.
María Echevarría, coordinadora de una de las residencias de Fundación Ilundain, explica que “en los recursos normalizados no se les puede encerrar”. Cuando se precisa de medidas más restrictivas, hay centros especializados que requieren el conocimiento y la aprobación judicial.
A. estuvo dos años en una casa de la Asociación Navarra Sin Fronteras y lleva desde la mayoría de edad en su Programa de Autonomía. Ya con 18 años, admite que había temporadas que se fugaba todos los fines de semana: “Te sientes encerrado, aunque no lo estés, llevas una vida muy cuadrada. Te vas a la misma hora, tienes que llegar a la misma hora… Cuando estás dentro, no te sientes persona, te sientes como si fueras un caso, un archivo”.
“Me fugaba porque lo necesitaba, había días que no aguantaba, me daban venadas y me quería ir. Pensaba: quiero salir, quiero calle”, recuerda.
Confluyen diversas circunstancias que desembocan en la huida. En primer lugar, la labor de estos centros consiste en ayudar a quien no quiere ser ayudado. En muchas ocasiones el menor no quiere ingresar en él. O es la familia quien se opone.
Esta confrontación le lleva a “un conflicto de lealtades. No estoy de acuerdo con que mi familia me haya metido aquí y me fugo para culpabilizarlos”, expone Mikel Gurbindo.
Otras veces, influye la propia inestabilidad interna, no reconocer su situación de conflicto, las dificultades para contenerse y el rechazo a las normas: “Hay chavales que tienen un déficit en el control de impulsos y una frustración muy grande… También aquí se ponen límites y horarios, que muchos no habían tenido en sus casas”, explica Romera.
Pedro Delgado (Fundación Ilundain) es trabajador social y el encargado de trabajar con las familias: “Lo digo siempre. Lo que vosotros vivíais en casa, nosotros lo vamos a vivir en la residencia: fugas, respuestas agresivas, intentos de suicidio, etc. Hay que ver los motivos por los que viene y analizarlos”.
Casi todos, explica Nerea Goicoa, psicóloga de la misma entidad, comparten un malestar psíquico por la ruptura con su entorno y, normalmente, dificultades de manejo emocional: “Están transitando hacia la vida adulta y hay que guiar ese proceso”.
A. rememora agradecido la atención de las educadoras: “Se preocupaban de verdad, no era solo su trabajo, formas un vínculo”. Reconoce cuánto ha cambiado. No parece el mismo, asegura una de ellas. En la actualidad, asume la responsabilidad que conlleva la autonomía. Ahora se obliga a cumplir con sus compromisos, ir a clase, estudiar y trabajar.
Los cambios, como bien explican los profesionales, no son automáticos. No se producen al llegar a un COA, ni se dan en tres meses. Muchas veces se ven a partir de la mayoría de edad. El proceso de maduración lleva su tiempo. Los educadores confían en su labor de hormiguita, de ir cada día, poco a poco, con pequeños y grandes gestos, pero continuos, que les ayuden en su desarrollo personal.
Los profesionales Los equipos son interdisciplinares. Están formados por educadoras y trabajadores sociales, psicólogos, técnicos superiores de integración social, una persona encargada de la coordinación y “personal de seguridad que forma parte del equipo educativo”, enumera Mikel Gurbindo.
Los menores, con quienes se trabaja un proyecto educativo individualizado, cuentan además con un tutor, su “figura de referencia”.
Pese al nivel de conflictividad que se pueda tener con la familia y aunque la vuelta a casa no se vaya a producir, siempre se trabaja la relación entre ambas partes. “No podemos hacer como que la familia no existe. Borrarla de su existencia no es la solución, crea todavía más dolor”, asegura Laura Iparraguirre, subdirectora de la asociación Navarra Nuevo Futuro.
“Llegan con mucha rabia, con un gran sentimiento de culpa. Aquí les explicamos que no son malos. Nadie nace malo. El menor que actúa mal es porque no ha estado bien educado o no está bien a nivel emocional. Su identidad no va unida a lo que haya podido hacer. Va más allá de tus actos”, agrega Iparraguirre.
Límites, afecto y paciencia. Tres pilares en los que coinciden los profesionales entrevistados para trabajan con ellos. Crear un vínculo con ellos a base de confianza y apoyo. Un trabajo de fondo con un resultado incierto, aunque esperanzador: que reestructuren su historia y logren un proyecto de vida.
Las condiciones “El día a día aquí es duro”, reconoce el director de Programas de Fundación Ilundain Ángel Pardo: “Hay momentos de hostilidad, agresividad e incluso violencia. Vivimos situaciones muy complejas y hay un gran nivel de implicación personal”.
Según el profesor de Trabajo Social de la UPNA Alberto Jáuregui, “la asignatura pendiente es la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores”: “Hay mucho movimiento en estos puestos porque son intensos, con unos horarios matadores, mal pagados y la gente no aguanta”.
Para los trabajadores, constituirse en una figura de autoridad para los jóvenes supone un desafío que requiere tiempo, del que muchas veces no se dispone. “Esa tensión hay que vivirla y cansa y quema mucho. Además, hay veces que los chavales pierden el control y los profesionales corren el riesgo de llevarse algún golpe”, añade Jáuregui.
Media docena de extrabajadores consultados coinciden en la necesidad de reforzar al personal ante la exposición a agresiones, las amenazas, las largas jornadas de trabajo, las situaciones de tensión que derivan en estrés y ansiedad y la inestabilidad laboral.
Oihan Ataun, representante del sindicato LAB, trabajó en estos centros y conoce de cerca los “problemas comunes” del sector: “Se ha trabajado poco la prevención de riesgos laborales por ser un sector tradicionalmente feminizado y poco sindicalizado”.
Además, añade, “las necesidades sociales han cambiado. Hace una década las carencias eran más socioeducativas y ahora son psicoeducativas, y no hay personal suficiente para atenderlos. Se atienden casos cada vez más graves, muchos de los cuales, con la crisis, no se habían detectado. Y los recursos en atención directa no se han ampliado en la misma proporción”.
Estas circunstancias conllevan un abandono del sector y mucha rotación de personal: “Para un chaval es un trauma. Le has sacado de su casa, necesita una estabilidad y ve cómo pasan decenas de educadores distintos. Llega un momento en el que los chavales dejan de confiar”, recuerda Ataun.
Desde Gobierno de Navarra aseguran que “de cinco años aquí, se está llevando a cabo un proceso de reconversión del sistema residencial de menores”. Gurbindo cifra en un 85% los menores que logran salir del sistema de protección, “con muletas”, acota, es decir, con ciertas dificultades y daños a superar, pero siendo capaces de reconducir su vida.
Del asistencialismo, al menor como sujeto de derechos
“Hasta los 90 era un recurso finalista –explica Alberto Jáuregui, sociólogo de la UPNA–, cuando había problemas en casa, los chavales acababan en residencias como la de Santa María la Real o la Misericordia. Era un régimen asistencialista”.
A partir de 1989, con la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño, el sistema de protección se transforma. Este tratado internacional reconoce “la protección y desarrollo” de los niños y a estos como “individuos con derecho de pleno desarrollo físico, mental y social”.
El cambio Hasta entonces, el menor “había sido considerado como objeto pasivo de atención y carente de derechos”, explica Mikel Gurbindo en su tesis Adolescencia en riesgo social.
En la actualidad, la finalidad del sistema es atender y resolver los problemas del menor o de su entorno familiar. Una responsabilidad compartida entre la familia, la sociedad y las instituciones públicas.
Así, en España, la legislación del sistema de protección de la infancia se ha ido modificando en favor de reconocer el interés superior del menor. A partir de 2015 se recoge en la normativa estatal que “todos los profesionales y operadores jurídicos, instituciones, públicas o privadas, tribunales y órganos legislativos, han de valorar el interés superior del menor”.
Para el representante del sindicato LAB Oihan Ataun, en las últimas décadas, los servicios sociales se habían concebido desde un enfoque paliativo y ha faltado prevención.
El subdirector de Familia y Menores explica que se está llevando a cabo un cambio en el modelo de atención en el sistema de protección de la infancia. Se deja atrás el tradicional, basado en la reparación del daño, y se adopta uno de carácter preventivo y promocional en el que el espacio comunitario se establece como espacio referencial de actuación, según lo establecido en el II plan de Apoyo a la Familia y la Infancia 2017-2023, aprobado en marzo del año pasado.
El programa de Autonomía: el apoyo a la emancipación
Cuando los menores que están dentro del sistema residencial de protección de la infancia no pueden regresar a su casa y alcanzan la mayoría de edad, tienen la opción de acceder a un programa de Autonomía. En él, cuentan con un apoyo y una cobertura de sus necesidades básicas hasta los 21 años.
Los jóvenes reciben un asesoramiento y un acompañamiento que va desde la administración de la renta, a tener en cuenta el ahorro y aprender a priorizar sus gastos, explica la educadora encargada del Programa de Autonomía de la asociación Navarra Sin Fronteras.
H. y L. llevan varios meses en este plan de apoyo a la emancipación. En la actualidad cursan un taller profesional con la intención de acceder a un grado medio de Formación Profesional, a la vez que la educadora les orienta en la búsqueda de empleo y la mejora de su currículum.
Por lo general, siguen en centros formativos, pero también se les cita para entrevistas de inserción sociolaboral y están dados de alta en el Servicio Navarro de Empleo.