Un albergue mexicano para migrantes se convierte en refugio entre la violencia de sus países y las extorsiones, asaltos y abusos que sufren durante su huida
Miles de personas, principalmente de Centroamérica y en particular del denominado Triángulo Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador) se ven obligados a salir de sus hogares. Huyen de la pobreza y la inseguridad que asuelan sus países y les hacen la vida insostenible. Durante el camino, especialmente en México, se enfrentan a abusos, extorsiones, secuestros, maltrato y la temida deportación. Una vuelta a empezar después de gastar miles de dólares en el viaje. Pocos refugios encuentran en su periplo. Uno es el albergue Hermanos en el Camino, situado en Ixtepec, en el estado de Oaxaca (sur de México), creado por el padre Solalinde en 2007 para ofrecer una asistencia humanitaria e integral a los migrantes.
Cae la noche en el albergue. El silencio se ve interrumpido por la guitarra y la voz de Jairo Linares (19 años, El Salvador), que entona la canción de Los Tigres del Norte Tres veces mojado. Cuenta la historia de un joven salvadoreño que sueña con llegar a EEUU. “Es la historia de nuestras vidas”, compara Jairo al finalizar. Frente a él, Nerly Obel Vázquez Benítez (15 años, Honduras) y Derek (12, Guatemala) se disponen a jugar al fútbol en la zona asfaltada del albergue. Han improvisado unas porterías con cuatro piedras y, descalzos, comienzan a patear el maltrecho esférico.
Nerly Obel es un chico tímido. Su rostro triste es el reflejo de su historia. Le ha tocado madurar deprisa, pero ahora en el albergue rememora su niñez. Este adolescente hondureño emprendió el viaje en solitario hace cuatro meses, empujado por la pobreza y el miedo a las pandillas (maras). Cuenta asustado cómo le asaltaron en Chahuite, una población del estado mexicano de Oaxaca, para robarle los 500 pesos (22 euros) que llevaba, un celular, la mochila y las zapatillas. Es el mayor de cuatro hermanos y sus padres no paran de repetirle que vuelva, aunque sea para vivir pobre. Pero Obel lo tiene claro: “Espero llegar a EEUU para trabajar en lo que sea y ayudar a mi familia”.
Derek marca un gol y lo celebra eufórico. Es uno de los más jóvenes del albergue. Llegó hace un mes con su padre, sus hermanos, Jonathan y Emory, y su primo Selvin. Los cuatro menores pernoctan en el interior del recinto. Su padre fuera. Tiene problemas con el alcohol y no cumple las normas básicas de convivencia, por lo que tiene prohibida la entrada. Derek es pura alegría y bromea a todas horas. Se le da muy bien jugar a las damas, sus compañeros sufren su superioridad en el tablero. Acompañado de su inseparable peonza, la hace bailar con asombrosa habilidad sobre el rugoso asfalto. Vivía en la Ciudad de Guatemala pero la inseguridad hizo que su familia decidiese probar suerte lejos. En Guatemala, solo en 2017, hubo más de 4.000 homicidios. En España, por ejemplo, hay cerca de 300 al año.
Brayan Eduardo Alvarenga Polanco (17 años, Honduras) no pierde ojo al partido. Lidera la fila de personas que esperan el reparto de colchones, almohadas y sacos. Salió de su país hace 15 días para “superarse en la vida” y forjarse un futuro. A los 12 años empezó a consumir drogas, hasta convertirse en adicto. También entonces comenzó a tatuarse. Le ofrecieron formar parte de las maras y trabajar como camello. Un camino que siguieron tres amigos que terminaron asesinados en un país en el que ser joven es un factor de riesgo. Ocho de cada diez muertos por la violencia lo son.
Finalmente, Brayan decidió abandonar Honduras. En Estados Unidos le espera su hermano mayor y está convencido de que acabarán juntos, aunque la violencia que ha padecido durante el camino le hace sentirse incapaz de llegar. En un lugar conocido como La Arrosera, Chiapas, Brayan sufrió un asalto a punta de pistola. Le robaron todo. Golpeado y desnudo, le abandonaron a su suerte. En México son habituales este tipo de agresiones por parte de grupos criminales como Zetas o los cárteles de la droga. Organizaciones muy violentas que buscan un botín a costa de los que menos tienen. En países con una impunidad del 70%, poco les importa matarles.
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“Mataban gente delante de mí”
Vuelta al camino
Bien lo sabe Juan Carlos (45 años, El Salvador), un exmilitar que tras sufrir amenazas de muerte (por su condición) huyó del país en 2004 con destino a EEUU. Ya entonces los controles migratorios y asaltos eran habituales. Juan Carlos sufrió hasta tres robos por parte de agentes de la Policía mexicana, incluso por trabajadores del Instituto Nacional de Migración. La migra. En un control policial oficiales uniformados le entregaron a los Zetas tras no poder sacarle más dinero. Estos grupos actúan mediante extorsiones y secuestros de migrantes con familiares en EEUU.
Las familias envían remesas que en su conjunto suponen entre un 11% y un 18% del PIB de sus países de origen, con gobiernos incapaces de detener esa sangría. Por sus seres queridos deben pagar altas sumas a cambio de sus vidas. El que paga vive. El que no, trabaja para ellos como sicario o camello. O muere.
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Sin familia en Estados Unidos, Juan Carlos eligió vivir. Se dedicó al trasiego de droga para los narcos durante cuatro interminables meses. Su entrenamiento militar fue “clave” para sobrevivir. “Mataban a gente delante de mí todos los días”, señala. Por suerte, durante una entrega logró huir para volver a su país de origen. 14 años después vuelve a intentarlo. No tiene miedo, seguirá la misma ruta pero descarta EEUU. “Prefiero quedarme en Ciudad de México y buscar trabajo allí”, indica. “El sufrimiento es parte del camino del migrante, somos mercancía para grupos organizados”, lamenta.
En la zona de juegos habilitada para los mas pequeños está Mercedes Cortés (36 años, El Salvador), acompañada por sus dos hijos, Lili y Carlos Benito. Viaja la familia al completo. Su marido, Carlos García, ha encontrado trabajo en una obra cercana al refugio a cambio de 1.600 pesos (70 euros) semanales. Mercedes recuerda su marcha forzosa de El Salvador. La extorsión de las pandillas en su negocio. Las amenazas de muerte a su marido por ser militar. No podían más. Vivían vigilados. Una noche huyeron con lo puesto.
Mercedes se emociona cuando habla de su recorrido. Con suerte, en cuatro días llegaron a México. La ayuda de otros caminantes les facilitó el trayecto, algo que agradece inmensamente. Incluso cuando la corriente estuvo a punto de llevarse a su hijo, unos obreros lograron sacarle del río.
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La meta de esta familia es llegar a Baja California, donde vive una tía de Mercedes. Piensan estar como mínimo tres meses en el albergue para ahorrar. No tienen prisa en llegar a su destino, anteponen la seguridad de sus hijos. Mercedes solo piensa en un futuro para ambos. Conmocionada observa a Carlos Benito y Lili jugando en unos viejos columpios y dice con voz entrecortada: “A todas esas personas malas les diría: ¿qué no harían por sus hijos?”.
Dos robos y una paliza
Recobrar la movilidad
Eliodoro Hernández Sánchez (44 años, Honduras) camina despacio, ayudado de un bastón extensible. Curioso, pregunta por la situación en Europa y está al tanto de lo que ocurre en la frontera sur española. Es un hombre dialogante e interroga a voluntarios de Canadá, Francia o España acerca de sus países. La pobreza, en la que viven el 43% de los hondureños, le hizo huir. “Uno no sale porque no quiera trabajar o porque no lo quieran en casa. Mis hijos me pedían comida y uno tiene que buscar otros métodos para darles el alimento diario”, explica. Es padre de cuatro hijos. Habla a diario con ellos por teléfono con el dinero que la gente le da. En su tierra era agricultor y vivía del arroz, los frijoles o el maíz, pero “no alcanzaba”.
Tardó ocho días en llegar al albergue. Salió de su país con 14.500 pesos (627 euros). Los ahorros de muchos meses. Sabía de los peligros del camino y los asaltos. Guardó 12.000 pesos (520 euros) en su zapato y el resto en la billetera. Sufrió un primer robo en el que le despojaron de los pesos de la billetera. En un segundo asalto sufrió la violencia de estos grupos criminales. Llegando a un lugar conocido como Los Corazones, en Oaxaca, observó a cuatro individuos acercándose. Intentó escapar pero fue interceptado, uno de ellos cogió un tronco arremetió con fuerza contra su pierna. “El pie se me volteó, sentí que moría cuando me golpearon en la cabeza, empecé a sangrar. Fue muy doloroso, una experiencia que espero no volver a pasar”, recuerda. Le quitaron los 12.000 pesos y todo lo que llevaba. Desnudo, fue abandonado en el lugar hasta que un ranchero le localizó y le trasladó al médico más cercano. Tenía el hueso de la pierna astillado y el pie destrozado. Lleva dos meses en el albergue recuperándose de sus heridas. Solo piensa en recobrar la movilidad para trabajar en México una temporada, mandar dinero a su familia y poner de nuevo rumbo hacia EEUU.
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Pero no es fácil. Avanzar hacia la frontera supone poner en riesgo su vida. Prefiere no contar a su familia lo que le pasó. No quiere preocuparles. Cuenta apenado que su hija le dice: “¿Papito, cuándo nos vas a mandar dinero para comprar un pastel?”.
“Son conscientes (su familia) de lo peligroso del camino, no son uno o dos los muertos en este país (México), son miles”, reconoce. Hace un año perdió a dos hermanos. Tras pagar a un coyote (persona que se encarga oficiosamente de hacer trámites, especialmente para los emigrantes que no tienen los papeles en regla, mediante una remuneración) para cruzar la frontera, este les entregó a los Zetas en Laredo, Texas. Pidieron 9.000 dólares a cambio de sus vidas. Era mucho dinero para ellos y, a pesar de los esfuerzos en recolectarlo, no lograron la cantidad requerida y sus hermanos fueron asesinados. Unas fotos de los cuerpos sin vida enviadas por los criminales a su celular fueron la prueba del crimen. No solo asesinados, también desaparecidos. Nunca recuperaron sus cuerpos.
“Tienen fosas comunes donde arrojan a los muertos o los deshacen con líquidos”, asegura. Solo en la frontera entre México y Estados Unidos, según la ONG Centro Colibrí por los Derechos Humanos, hay más de 3.500 migrantes que figuran como desaparecidos.
Pese a toda la violencia que ha sufrido, Eliodoro no tiene miedo. Zetas, narcos, la migra (agentes de Inmigración) o las amenazas de disparar a matar en la frontera americana del presidente, Donald Trump, y su discurso antimigrante no lo harán desistir y no duda en llegar a EEUU para trabajar una temporada y ahorrar un dinero con el que volver con su familia.
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Huir de la extorsión de las maras
El miedo al abuso sexual
Cuando huyes de situaciones violentas y amenazas de muerte caminas hasta que los pies te aguantan, solo piensas en dejar atrás tu país. Es el caso de Flor Mary Fuentes Madrid (28 años, Honduras). Acaba de llegar al albergue y apenas puede caminar. Sus pies evidencian la dureza del camino. Tiene las plantas llenas de ampollas. Es una dolencia común entre los migrantes, explica la médico del refugio. Alrededor de 4.000 kilómetros separan su ciudad natal de la frontera estadounidense.
Flor huyó de Honduras tras ser amenazada de muerte por las maras. Su casa, ubicada en una esquina, era un lugar estratégico y los mareros la querían. Flor no tuvo otra opción que abandonar la vivienda con sus dos hijos. Después salió sola de Honduras, presa del miedo. En el camino intentaron emborracharla y temió que pudieran abusar de ella. Por seguridad decidió juntarse a otros migrantes. A la altura de Tapachula, Chiapas, la migra la deportó, pero a los dos días volvió a intentarlo. Al igual que ella, durante 2017 20.192 hondureños fueron deportados.
Caminó varios días junto a dos chicos a través de las vías del tren. “Tengo claro que nunca agarraré la Bestia (apodo de una red de ferrocarriles de carga que une las fronteras sur y norte de México), hace 10 años a mi madre le cortó una pierna y me da mucho respeto”, reconoce la joven.
Como muchos de los migrantes, Flor también fue asaltada en La Arrosera. Le robaron a punta de pistola 1.000 pesos (43 euros) y el móvil. Encañonada con una 9 mm, le obligaron a bajarse los pantalones. El hombre le propuso trabajar en una cantina y susurrándole al oído le ofreció 500 pesos (21 euros) a cambio de sexo. Ella se negó. Flor Mary tuvo suerte. Amnistía Internacional denuncia que el 70% de las mujeres migrantes son víctimas de abusos sexuales durante su travesía por México hacia Estados Unidos. En Corazones, entre Chiapas y Oaxaca, fue víctima de un nuevo asalto. La joven quiere recuperar sus maltrechos pies y moverse por México sin problemas. Su sueño es llegar a EEUU para encontrarse con su padre (ciudadano estadounidense) y buscar un trabajo para mandar dinero a sus tres hijos.
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Sin perder detalle del correcto funcionamiento y las normas de convivencia del refugio, José Abraham Barrera Morales (47 años, El Salvador) observa el partido entre Derek y Obel. Es flaco y desgarbado. Nariz torcida y cicatrices varias componen su castigado rostro.
Lleva en el albergue desde 2005, donde también vive. Salió de su país en 1994 hacia Guatemala. Allí trabajó una temporada en un aeropuerto. Su meta era México y sacar a su familia de El Salvador. Entonces no existían casas de migrantes ni los albergues y la única manera de avanzar era a través de la Bestia.
Alrededor de 1.000 personas podían llegar a montarse, con el peligro de cruzarse con pandilleros, que muchas veces arrojaban a los polizones a las vías. Abraham fue uno de ellos. Despertó en el hospital de Hermosillo donde estuvo ingresado durante 5 años. Los médicos le aseguraron que no volvería a andar. Estuvo tres años sin poder hablar. Tenía tres costillas rotas, los dos pies, el brazo, la mano, la mandíbula y la nariz. Fue trasladado a Tapachula, donde un 24 de diciembre comenzó a caminar. Asegura que su fe fue clave y sintió como “el Señor le empujaba a andar”.
Decidió servir en refugios para poder asesorar y ayudar a otros en su viaje. Desde entonces se emplea a fondo para mantener el orden y que todos cumplan las normas. Considera el albergue su casa y el padre Solalinde su familia.
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Madre asesinada
Optimismo pese a todo
Selvin Enrique Gutiérrez Chaves (16 años, Guatemala) perdió a su madre hace un año, asesinada tras no poder pagar a los mareros que llegaban a reclamar un impuesto a su tienda de la capital guatemalteca. Su tío decidió entonces sacar de allí a Selvin y a sus primos Derek, Jonathan y Emory. “Me gustaría que la gente que nos niega el camino o la entrada a EEUU se trasladase a Ciudad de Guatemala, a Canalitos, para que vean con sus propios ojos cómo vivimos allí”, dice el joven. Con todo, intenta ser positivo. Tras superar su adicción al alcohol, ahora solo piensa en poder juntarse con sus hermanas en la multitudinaria caravana que persigue la frontera estadounidense.
La guitarra de Jairo sigue sonando mientras el resto toma posición para dormir a la intemperie. En los barracones hace demasiado calor. Buscan zonas donde el viento ahuyente a los zancudos (mosquitos).
Faltan pocos minutos para el cierre de la puerta de entrada cuando Abertho Gómez (16 años, El Salvador) aparece sonriente. Saluda uno a uno a los presentes. Acaba de salir de trabajar de una frutería en Ixtepec. Está de 7.00 a 21.00 horas, 14 horas de duro trabajo que no le borran la sonrisa. En su pueblo colonial, Atako, era guía turístico. Su extrovertida forma de ser irritaba a las maras, que le amenazaron de muerte si no abandonaba el país. Abertho no quiere hablar, solo descansar y muy educadamente se retira a dormir.
Las puertas se cierran. La seguridad del complejo tuvo que ser reforzada tras las amenazas de muerte que recibió el padre Solalinde por su lucha en favor de los derechos humanos y las personas migrantes. Nadie entra ni sale a partir de las 21.00 horas y dos policías vigilan la puerta las 24 horas del día. La voz de Jairo se apaga y el silencio vuelve a reinar en el albergue. Todos duermen. Mañana será otro día. Unos se irán, retomando el camino, y otros llegarán. Todos ellos dormirán anhelando el ansiado sueño americano.
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